Posteado por: Marichi | 3 diciembre, 2012

En busca del leopardo

Después de haber viajado por todo el sudeste con guía, terminamos afectados por el ‘Síndrome Lonely Planet’. Éste es un mal de naturaleza básicamente psicológica en el que uno se siente sólo una pequeña parte de la masa y la propiedad aventurera de viajar se pierde. Todos sabemos que hay formas y formas de utilizar una guía de viajes, tampoco se trata de dormir, comer y cagar donde te dicen; pero a poco uso que le des, después de meses viajando, acaba por afectarte este síndrome. Eso, al menos, es lo que nos pasó a nosotros. Así que allí nos fuimos a Sri Lanka, sin guía ni ningún tipo de información alternativa, “a lo que salga”. Queríamos encontrar nosotros las respuestas, sacarnos las castañas del fuego. Pero el nuestro fue un comienzo accidentado y pronto aprendimos que viajando de este modo te conviertes en el blanco ideal para todos los timos imaginables, al menos los primeros días que pasas en el país, y es que, claro, no tienes ningún dato de referencia de precios, medios de transporte, alternativas de alojamiento, etc. Se puede viajar sin guía, claro que sí, sobre todo cuando uno conoce la zona y tiene facilidad para entenderse con la gente; pero al principio, cuando estás un poco frío aún, está bien tener algo de información previa. La respuesta está en Internet, hay cientos de fuentes para informarse antes de viajar y durante el viaje: blogs, foros, páginas web del tipo Wikitravel y Seat61, etc.

Todo este tostón que estoy soltando viene a cuento porque en nuestra primera turistada del viaje nos la metieron bien doblada, finamente hablando. Una piensa que después de más de dos años ya no la van a pillar en pañales. No, qué va.

Plaga

Plaga

La palabra “safari” evoca exotismo, aventura, naturaleza y, sí, mucho pijerío. Pero cuando te apasionan los animales y estás en el país en el que tienes la mayor probabilidad de ver a tu animal favorito en libertad (en mi caso, el leopardo), te dices: “qué cojones”. Así que cogimos un tren a Anuradhapura como base para ir a visitar el Parque Nacional de Wilpattu, en el noroeste de Sri Lanka. En el tren se nos sentó un señor al lado que entabló conversación con nosotros y, llegando, nos dio la tarjeta de la pensión de un amigo suyo. Llamemos a este señor Eustaquio a partir de ahora, porque no recuerdo su nombre. Nos llevó hasta la pensión, que estaba bastante bien y muy barata y ya no nos lo pudimos quitar de encima: “que si yo soy guía, que si os llevo a tal o cual sitio, que os hago un precio especial…”; nosotros declinábamos amablemente cada oferta, pensando en buscar transporte para ir al parque en otro sitio. Sin embargo, tras un par de paseos infructuosos por el pueblo -Wilpattu no es un parque muy visitado-, decidimos fiarnos de Eustaquio, que parecía majete y nos había salvado la vida (más abajo). Pues bien, éste consiguió lo imposible: llevarnos al parque el día que no queríamos, porque hacía mal tiempo; a una hora que no nos convenía, porque hay más animales al amanecer, y cobrarnos un riñón y medio. No veáis si tenía labia el cretino… Pero lo que tiene más inri es que nos hizo pagarle la entrada al parque (menos mal que para locales es virtualmente gratis) a pesar de que ya teníamos un guía, ¡y se vino con nosotros de safari todo el día!, ¡él y su colega! Benjamín y yo aún nos reímos de esto, hay que tomarse la vida con filosofía, pero vaya primos que somos…

Pavo real, Yala

Pavo real, Yala

Sí, nos hizo un poquito de sol en Wilpattu

Sí, nos hizo un poquito de sol en Wilpattu

Ni que decir tiene que no vimos leopardos, con el diluvio que estaba cayendo y a la hora de comer. Nos pasamos cuatro horas dando vueltas con la paranoia de encontrarlos, yo creí ver 340 con el rabillo del ojo, que resultaron ser ramas. A pesar de la mala leche del momento (uno sabe cuándo le han estafado), tengo que decir que la visita al parque fue increíble. Vale, no vimos leopardos, elefantes ni osos; pero vimos cientos de ciervos de diferentes tipos, chacales, cocodrilos, jabalíes, tortugas, mangostas, macacos, búfalos de agua salvajes y miles de aves: zancudas, rapaces, tropicales… Estoy segura de que, con la lluvia, algunos animalillos se animaron a salir, seamos positivos.

Junto al lago, Wilpattu

Junto al lago, Wilpattu

Búfalos de agua salvajes, Wilpattu

Búfalos de agua salvajes, Wilpattu

¿Queréis saber cómo nos salvó la vida Eustaquio? Pues caminando una noche por la carretera, casi a oscuras, vimos algo moverse sobre el asfalto. Como no se veía bien, nos acercamos para ver qué era y descubrimos que era una serpiente, pequeñita, pero con unos dibujos perfectos, preciosa. Como nos molan estas cosas, ahí nos quedamos, mirando a la serpiente cómo reptaba y lo chula que era. Tres segundos más tarde paró un coche a nuestro lado y se bajó Eustaquio a preguntarnos qué estábamos mirando. En cuanto vio a la serpiente nos subió al coche a empujones y, una vez dentro, nos dijo que ni se nos ocurriera hacer esas cosas, que era una serpiente muy venenosa que se enrosca sobre sí misma y te salta, que las pequeñas tienen el mismo veneno que las grandes, que cada año mueren decenas de personas en Sri Lanka… Vale, Eustaquio, vale, queda claro. No hubo manera, sin embargo, de conseguir el nombre de la especie de la susodicha para poder ponerlo aquí.

Árboles copados de aves migratorias, Wilpattu

Árboles copados de aves migratorias, Wilpattu

Nos fuimos de Anuradhapura con un sabor de boca agridulce. Habíamos elegido Wilpattu porque Yala, el parque nacional más grande de Sri Lanka y el que tiene más leopardos, tiene mala fama: mucha gente, muchos jeeps que van a la carrera, que se dedica más al turismo que a la protección de los animales del parque, etc. Así que habíamos perdido nuestra oportunidad.

Pelícano y garza a la orilla del lago, Kandy

Pelícano y garza a la orilla del lago, Kandy

Seguimos viajando por el país y yo cada vez alucinaba más con la densidad de fauna en Sri Lanka, tan accesible; en cualquier rincón te encuentras: lagartos de metro y medio, camaleones, cormoranes, garzas, pelícanos, tortugas, macacos, langures, ardillas de rayas, ardillas gigantes… incluso cocodrilos. A mí una de las cosas que más me gustó fueron los murciélagos. Al atardecer el cielo se llenaba de cientos de murciélagos enormes que salían a cazar. Lo gracioso es que durante el día no dormían en cuevas u otros lugares oscuros, no, dormían en los árboles. De repente vas caminando y los oyes –hacen un ruido de mil demonios- y los ves, bandadas de centenas de ejemplares que toman unos cuantos árboles contiguos. También ves murciélagos fritos en cables de alta tensión, esto ya no es tan guay…

Murciélagos a plena luz del día

Murciélagos a plena luz del día

En cualquier canal de Sri Lanka

En cualquier canal de Sri Lanka

El caso es que, con tanto animal por todos lados, tomamos la decisión de que al carajo, ya estamos al final del viaje, quizá nunca volvamos a Sri Lanka; pues no nos vamos sin ver leopardos o, al menos, sin volverlo a intentar. Así que nos fuimos a Yala. Vendidos… Esta vez con una idea más clara sobre los precios y, tras arduas negociaciones, conseguimos que nos saliera económico. En el coche íbamos el conductor y seis turistas, no dos turistas y cuatro locales, como la otra vez. Al principio íbamos un poco mosca, porque nada más entrar en el parque, a eso de las cinco y media de la mañana, el conductor iba bastante rápido y no se paraba nunca, a pesar de que pasamos un montón de animales; luego nos explicó que esto lo hacía porque a primera hora va a por el leopardo, y luego ya se relaja y se para con el resto de fauna, que es más fácil de ver. El caso es que, cinco minutos después de entrar al parque, en un camino cualquiera, ahí estaba: el leopardo. Un macho grande y tranquilo, que se paseaba al lado de los jeeps como si nada. Sólo se oían los clics de las cámaras de fotos y los susurros de la gente, emocionados como estábamos. Al cabo de un rato, se cansó y se fue. Nosotros, con nuestra patata de cámara compacta, no pudimos sacar ni una foto decente, también porque al cabo de un rato me dejé de fotos y me puse sólo a contemplar. Le pedimos a un chico francés que venía con nosotros y que tenía una cámara réflex que nos pasase el link a su página web para poder enseñaros las fotos, a día de hoy aún estamos esperando.

ÉL

ÉL

El resto del parque fue una pasada, vimos todos los animales que habíamos visto en Wilpattu -excepto los chacales y algunas aves- y más. Hacía un día precioso y el paisaje era extraordinario. Vamos, que salió todo a pedir de boca. Aún así tengo que decir que esto fue así porque no había muchos coches y los animales estaban tranquilos y a sus anchas. No me gustaría haber presenciado lo que leímos por ahí de 20 jeeps apelotonados mirando a un leopardo dormir. Esto de los safaris está bien mientras sea algo comedido y no abusivo, si no, dejaría de tener sentido, porque ya no estarías viendo animales “en libertad”, sino en un zoológico gigante.

Elefante escondido, Yala

Elefante escondido, Yala

Ciervos junto a la laguna, Yala

Ciervos junto a la laguna, Yala

Una curiosidad, el tsunami de 2004 azotó Yala y murieron decenas de personas que viven cerca o que estaban en el parque en ese momento. Animales, ni uno. ¿Se subieron a los árboles? ¿Se metieron tierra adentro? De haberles observado mejor se habrían salvado unas cuantas vidas.

Cocodrilo, Yala

Cocodrilo, Yala

Paisaje en Yala

Paisaje en Yala

Por cierto, fui a hacer submarinismo en el sur del país y me encantó. Cuánto voy a echar de menos estas aguas tropicales… Vale, ya dejo de hacerme la guay.

Búfalo, Yala

Búfalo, Yala

¡Ardilla!

¡Ardilla!

Posteado por: Benjamin | 30 noviembre, 2012

YMCA, escatología, mala leche y ménage-à-trois

Si esta nueva historieta os la estuviese contando en persona, a viva voz, a vuestro lado, pasaría lo siguiente: vuestro cerebro traduciría los impulsos nerviosos procedentes de los órganos auditivos – activados por la percepción de perturbaciones del campo electromagnético en vuestro oído interno, causadas por la vibración de mis cuerdas vocales- en sonidos, e inmediatamente reconoceríais esos sonidos como parte estructural de un código cultural vernáculo que se lleva transmitiendo desde tiempos inmemoriales al que llamamos lenguaje y proyectarías mentalmente el significado de esos fragmentos de código, entrando ya en juego tus emociones y rasgos de personalidad a la hora de interpretar y clasificar toda esa información. Hasta aquí la teoría.

En la práctica, si ahora nos sentásemos a hablar, lo más probable es que te descojonases de la risa, ya que a causa de un enfriamiento en el último trayecto en tren, ando estos últimos días en lo que he venido a denominar “estado fónico borderline de fluctuación repentina”. ¿En qué consiste tal situación? Pues en que, en el transcurso de una misma frase, notarás que mi voz irá cambiando del modo ‘Vidal Cuadras’ al ‘Rockefeller’ (el pajarraco, no el milloneti), sin casi ser consciente de semejante inflexión. He pasado ya por varios estadios y, hasta ahora, he documentado poder modular mi voz en todo el espectro desde ‘Llongueras resfriado’ hasta ‘Sabina tardío con resaca de Ducados’ pasando por ‘Darth Vader con ganancia de decibelios’ y ‘Quique San Francisco con traqueotomía’, en esta montaña rusa bipolar de afonía/carraspera.

Cricket urbano

Cricket urbano

Así pues, fuese cual fuese mi tono, nuestra siguiente historia comienza así:

«La recepcionista me ha preguntado si soy cristiana». «¿Y tú qué le has contestado?». «Que lo fui». «Mal hecho, debiste haberle dicho que eras una ferviente devota». «¿Y eso por qué?». «Te lo explico. Premisa número uno: en temas que conciernen a la difusión y significado del mensaje de Iglesia Apostólica y Romana, andan todavía en pañales por estas latitudes, si obviamos a un par de misioneros sifilíticos que se dejaron caer hace algunos siglos. Premisa número dos: ella sabe que venimos del epicentro del cristianismo escolástico y que formamos parte de la rama cultural más progresista de esta tradición religiosa. Subpremisa a premisa número dos: por este hecho, nuestro posicionamiento hacia determinados temas es susceptible de causar el mayor impacto en sus creencias personales respecto a la correcta interpretación de la doctrina, convirtiendo nuestra mera opinión en, prácticamente, un dogma para ella. Premisa número tres: como todo joven que ha decidido abrazar la fe de nuestra Santa Madre Iglesia (o de cualquier ente moralizante retrógrado) tiene dudas acerca de cómo conciliar ciertos aspectos de la vida terrenal con aquellos moldes de conducta que nos acerquen al reino celestial, en especial, el relacionado con las guarreridas españolas. Partiendo de estos supuestos, yo creo que, por el modo en el que nos comportamos tú y yo, debe dar por hecho que somos una pareja totalmente desinhibida en ese ámbito y quiere conocer tu filiación espiritual para que – gracias, oh, Señor- le certifiques la total naturalidad, espontaneidad y apertura con la que debe despachar sus corporales sofocos una buena y, a la par, moderna cristiana. Así que ya estás volviendo a recepción con el Evangelio, disculpándote por tu bromita».«Eres definitivamente gilipollas».

 

Kovil, templo hindú donde los tamiles practican el culto

Kovil, templo hindú donde los tamiles practican el culto

Seguramente estaréis intentando buscarle un sentido a este diálogo, pero es que teníais que ver a la recepcionista del YMCA de Colombo. ¡Semejante belleza de ébano! Me era imposible comenzar a comprender en qué momento se jodió tanto el mundo como para haber designado que el sitio de esa fémina estaba tras un mostrador mugriento de un hotel regentado por una secta cristiana. Y no es sólo un menda el que lo suscribe, aquí mi media naranja también se quedó encandilada. Teníamos que echar a suertes quién bajaría a pedir un rollo de papel o una manta extra, aunque, desgraciadamente, en la mayoría de los casos nos atendía un cingalés lleno de sabañones y sin una fila de dientes. En fin, en mi cabeza sólo había un paso desde la asunción de que nosotros éramos una pareja cristiana modélica al ménage-a-trois.

Colombo

Colombo

Bank of Ceylon y World Trade Centre

Bank of Ceylon y World Trade Centre

Menudo antro el YMCA (que, para aquéllos que lo desconozcan, es el acrónimo de Young Men’s Christian Association). Esta asociación cuenta con una red de albergues por todo el mundo con los que ayuda a financiar a la Iglesia. Los Village People popularizaron hace décadas estos “campamentos juveniles” como un obligado destino de peregrinaje para todo aquel mancebo aficionado al borrado de ceritos, ya sea en su faceta activa o pasiva. ¡Qué bien se lo pasa uno en el YMCA! ¡En este albergue hay pluma, pluma gay! No os hacéis una idea de la de ofertas de masajes a puerta cerrada que tuve que declinar; por desgracia no eran por parte de la recepcionista, sino de un lankeño cincuentón demasiado acostumbrado a palpar muslos de alumnos de Aikido quien no paraba de elogiar el tono físico en el que me encontraba en un intento de lubricar su proposición, a pesar de que mi golpe más mortífero no atravesaría ni el papel de fumar. Qué le voy a hacer si soy irresistible.

Hijo de Buda

Hijo de Buda

El motivo principal de nuestra estancia en la capital, más allá del subjetivo encanto del sitio en sí, fue realizar el papeleo para la adquisición del visado para India. Esto tiene su enjundia. Me abstengo de enterraros en áridos aspectos de la siempre cambiante Ley de Inmigración. La cuestión es que nos denegaron las condiciones sobre las que habíamos solicitado el permiso, lo que significó el tiro de gracia a nuestras aspiraciones de visitar Bangladesh y Nepal. Lo cierto es que, de haber tensado algo más la cuerda y de haber dispuesto de algo más de tiempo, no habría sido complicado conseguir nuestro objetivo. Nos tuvimos que conformar con un visado de turista de entrada única al país. Por otro lado, este relativo revés no hacía más que sumar en la balanza del acortamiento del viaje acercando más el momento del reencuentro con nuestros seres queridos, propiciando además que coincidiese con la Navidad. El que no se consuela es porque no quiere.

Subiendo colinas

Subiendo colinas

En el tiempo que duró toda esta gestación del visado –  peleas con conductores de tuk-tuk incluidas, interminables idas y venidas a las oficinas de la agencia expedidora, mamonadas referentes a los centímetros de carne que una mujer puede mostrar en las fotos que se mandan a la embajada, etc. – tuvimos tiempo de cambiarnos de habitación en el YMCA un ciento de veces, a cada cual peor, y de reencontrarnos con un ya – me atrevería a decir- icónico personaje de nuestro viaje: la rata jabonófila. Pero en esta ocasión, y con el propósito de no perturbar nuestro descanso, tuvo la deferencia de llevarse el jabón a la terraza para, una vez allí acomodada, a la luz de la luna, pegarse el festín, no fuese a despertarnos con el ruidito de sus mordiscos. A la mañana siguiente, de la pastilla no quedaban más que unas migajas. ¿Dónde habría estado este animalito todo este tiempo? Quizá escondido en el bolsillo de un pantalón de Marichi, que un día amaneció también totalmente roído.

Faro en Galle

Faro en Galle

También fuimos a un cine precioso, de los de antaño: sala única, con telón manual, gallinero y plateas, un sencillo ambigú y amable acomodador. Pequeñito pero con encanto, justo al contrario que la película local que se proyectaba, larga e infumable. Nos dimos unos cuantos garbeos por la ciudad, paseíto patético en barca patimorfa por el lago incluido. Los pelícanos que por ahí pululaban, igual de mugrientos que nuestro medio de transporte.

En la siguiente curva nos vamos por el barranquillo

En la siguiente curva nos vamos por el barranquillo

Puede parecer una soberana estupidez, contraria a toda lógica, pero lo que nos hizo mucha gracia reencontrar en Sri Lanka fue la mala leche de la gente: ¡volvíamos a tener contendientes a nuestra altura! Antes de que me empaléis, dejad que me explique. Es posible que ya os hubiésemos hablado de cierto rasgo grupal, asiático por antonomasia, que consiste en la nefasta consideración que merece aquel miembro que pierda los papeles o muestre vehementemente enfado o crispación en público. Soliviantarse está muy mal visto en muchas partes de este continente pero, ojo, no me malinterpretéis, esto no significa que sean carmelitas descalzas, más bien todo lo contrario, son igual de hijos de puta, pero por lo bajín. Y lo peor de todo es que no se trata de una contienda justa: tú no tienes esas armas pasivas pero igual de destructivas, ese componente yin, tan importante en Oriente. A los occidentales nos va más el aspecto agresivo del yang, el del que si te tocan los huevos la montas, el de se van a enterar éstos de lo que vale un peine. El problema es que si utilizas esa vía en la mayor parte de Asia pasarás a convertirte en un apestado social; creedme, es casi peor que si te vieran caminando con la chorra al aire. ‘Perder la cara’, es así como lo llaman. Bien, pues la cuestión es que en Sri Lanka esta presión social no existe y, aquí, como en casi todo el mundo, las disputas también se arreglan a base de gritos, golpes, empujones, venas hinchadas y menciones no muy decorosas a la progenitora de tu interlocutor. ¡Estábamos en nuestra salsa! Por eso no es de extrañar que en más de una ocasión acabásemos a un mero suspiro de liarnos a mamporros con conductores de autobús con el modo psicótico activado (lo cual es casi una tautología), conductores de tuk-tuk más listos que su puta madre, funcionarios resabidillos y jóvenes pajilleros reprimidos con intención de arrimar la cebolleta a cualquier hembra occidental – se ve que con las cabras ya no alcanzan el clímax.

Perrito esperando el tren

Perrito esperando el tren

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Con Uncle

Pero no os creáis que todo fueron agarradas. Bueno, también hubo agarradas a la taza del váter para hacerse con un extra de potencia excretora.  A Colombo –o a un restaurante en concreto- le debo el tremendo honor de haberme agraciado con una cagalera intermitente que llevo arrastrando desde entonces, apareciendo y desapareciendo, como el Guadiana, hasta el día de hoy. Las treguas que me da no duran mucho, no vaya a ser que el sentimiento de pérdida me ensombrezca el ánimo, y vuelve, como los buenos amigos, ni muy pronto ni muy tarde, dándome el suficiente margen como para poder disfrutar algunas comidas pero retornando en el instante justo en el que empiezo a echarla de menos. Con todo, ando bien de electrolitos.

Caminando entre el té

Caminando entre el té

Por cierto, chapeau a la comida. ¿Incongruente? Nada de eso. No todo lo comíamos con las manos, pero nos encantaban los papeles de periódico, revistas o incluso del cuaderno de clase del hijo menor que se utilizaban como servilletas. Sí, rasca un poco en los labios, me comentan… y en los de la boca también. Picante hasta decir basta – más que en el sudeste -, me atizaba unas sobredosis de guindillas que la intensidad del ataque de hipo que conllevaban sólo era comparable a la del escozor del ojete.

Mirada fulminante

Mirada fulminante

Y luego, subiendo con fuerza desde el puesto 23 de la lista de la semana pasada, está el tema de la guerra civil. Una nimiedad. La minoría hinduista tamil, con sus facciones militares etiquetadas por los USA y la UE como organizaciones terroristas– cómo no, justo después del 11S, a pesar de que la guerra llevaba desangrando al país hacía décadas y sin aplicarse la misma vara de medir a la otra mitad involucrada en el conflicto- fue, finalmente, derrotada por las armas en 2007. ¡Bien! Sri Lanka vuelve a ser el país de la calle de la piruleta, la gente hace el corro de la patata por las calles, todos son hermanos y menuda lección de entendimiento han dado al mundo. Todo esto es lo que promociona el departamento de Turismo y lo que leerás en las guías de viaje. ¡Esté tranquilo, turista. El lugar es seguro. Puede usted gastar su dinero aquí! Las sonrisas profidén inundan los folletos promocionales de las oficinas de información. Lo cierto es que, como en todas las guerras, los vencedores hacen lo que les plazca y, a pesar de que los tamiles son mayoría en el norte, no poseen representación de ningún tipo en el gobierno central de la nación y la gente no parece dar un duro por la estabilización a largo plazo de la situación. En algún momento el polvorín volverá a saltar por los aires, es cuestión de tiempo, parece ser el sentir general. Ojalá no sea así.

Soportales en Galle

Soportales en Galle

Dejemos las muertes de civiles inocentes para centrarnos en el plano puramente ocioso. Como la vida misma; este blog es como abrir las páginas de cualquier periódico, ¿verdad?

Deidad en el árbol

Deidad en el árbol

En la región se asentaron unos cuantos reinos de relevancia histórica, y sus respectivas capitales o centros espirituales representan los destinos turísticos estándar. Los nombres son preciosos y evocadores: Anuradhapura, Sigiriya y Polonnaruwa. El gobierno ha ‘creado’ este circuito y cobra un pastizal por dejarte visitar los templos y lugares de interés. Para que os hagáis una idea, visitar los templos de Angkor, en Camboya, durante tres días completos es mucho más barato que hacer tres miniexcursiones a cada uno de estos lugares en los que no gastarás ni una tarde. Nosotros nos fumamos casi todo ese itinerario preestablecido y, en los lugares de la ruta de visitamos, procuramos montárnoslo por libre para ahorrarnos tanta entrada abusiva. La clave está, como los medicamentos, en los genéricos. Imagínate este caso: te dicen que hay una colina sagrada desde la cual hay unas vistas increíbles de la llanura, pero hay que pagar un riñón; por otro lado, puedes no subir a esa colina, pero hacerlo a la que hay al lado, que ni es sagrada ni hay que pagar, pero las vistas son igual de impresionantes y además, ¡no hay ni el tato! Blanco y en botella.

¡Fiesta!

¡Fiesta!

Nos perdimos también por la región montañosa de la parte central del sur de la isla, famosa por sus plantaciones de té. El trayecto en tren por ahí fue especialmente bonito, aunque el moverse en bus local por esas carreteras de montaña preferiría habérmelo ahorrado. Escogimos Haputale, un pueblecito engullido por la niebla, húmedo y frío, lugar idóneo para retirarte a escribir una novela. Visitamos una fábrica de té, hicimos caminatas kilométricas, saludamos a multitud de niños y comimos riquísimos arroces con curry.

Haputale

Haputale

Trabajadoras del té

Trabajadoras del té

Dejamos para el final dos perlitas para turismo de alto standing: Kandy y Galle. La primera de interior, con su lago y su templo en el que guardan un piño de Buda; la segunda costera, con su baluarte y las calles del casco histórico purgadas de conductores de tuk-tuk e indigentes – lo mismito que en Marbella. En este sitio compartimos cena y argumentos con un agente de bolsa francés y un joven profesional checo de las TIC que venía cobrando del palo del millón de las antiguas pesetas brutas al mes. No llegamos a las manos, pero os aseguro que saltaron chispas cuando se tocaron ciertos temas; vamos, lo que Marx y Saramago le responderían a la troika. El tipo de turismo que nos hemos encontrado en Sri Lanka y, en especial en estos dos sitios, dista bastante del visitante arquetípico del sudeste asiático. Mientras que este último es joven, ruidoso y con presupuesto ajustadillo, en Sri Lanka ya se peinan muchas canas, prima mucho la comodidad y aflojar la pasta no suele ser ningún sacrificio. De muchas fuentes hemos oído que este país es un buen sparring para viajeros primerizos a sitios exóticos o que se están preparando para algo un poco más hardcore, léase India, Pakistán o el corazón de Vimianzo.

Templo de la Reliquia del Diente

Templo de la Reliquia del Diente

Calle de Galle

Calle de Galle

Jugando al cricket, deporte nacional.

Jugando al cricket, deporte nacional.

 Creo que va siendo hora de que me calle. Además, recuerda que estoy mal de la garganta y no es bueno estar largando durante mucho rato seguido no se me vaya a resecar la faringe o a dormir el personal. Disfrutad de las fotos y hasta la próxima.

Kandy

Kandy

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La banda del patio

Posteado por: Benjamin | 20 noviembre, 2012

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Piensa rápido: si pudieras escoger sólo uno, ¿a qué país te gustaría viajar? ¿Cuál es ese sitio en el que, desde que tienes uso de razón, te veías pasando las más genuinas aventuras, conviviendo con gentes de lo más exótico, disfrutando de la gastronomía más variopinta, visitando esos lugares de ensueño que mil veces habías visto retratados en los libros de tu niñez, para los que incluso los adjetivos más generosos y superlativos se quedaban cortos; ese sitio en el que sabías que cada día sería un reto y una oportunidad a tu intelecto, del que querías empaparte con sus tradiciones, sentirlo tuyo y disfrutar del ocio de esa manera tan distinta a la que estabas acostumbrado, cuya sola mención activaba en tus entrañas esa atracción magnética?

Nosotros tenemos nuestro particular rincón predilecto. Se podría decir que desde que salimos de casa no nos lo hemos podido sacar de la cabeza y, en cierto sentido, que todas las millas que llevamos a la espalda no han sido más que una especie de entrenamiento para afrontar este otro destino, el preámbulo perfecto para que, a partir de ahora, sí escribamos los párrafos más intensos de nuestra vida.

Hemos hablado mucho de este sitio con infinidad de viajeros y hay opiniones para todos los gustos. “Ni se os ocurra acercaros por ahí”, se escucha bastante,  aunque la vehemencia con la que la mayoría describe su experiencia no hace más que aumentar nuestras ganas de ir: “Vas a ver cosas que no te las podrás creer”, “Sentirás que estás en otro planeta”, “Náuseas y mariposas, todo al mismo tiempo”. ¿Qué tiene que pasar en ese lugar para que lo grandioso venga tan de la mano de lo miserable? Nos han dicho que, socialmente, una gran mayoría de gente lo pasa muy mal y que hay una casta de privilegiados que ni se dignan a mirar a los ojos a los más modestos; los abusos de poder están a la orden del día y que, por mucho que las busques, la democracia es una entelequia ya caduca, un sueño de independencia del que los poderosos han despertado para darse cuenta de que hay maneras mucho más solventes y eficaces de gobernar un país.

País multicultural, con marcadas diferencias entre norte y sur (no sólo climatológicas) en el que, en varios momentos de su historia se le colgó la etiqueta de “socialista”, resultando ser, a la postre, más de palo que otra cosa. Es uno de los destinos turísticos más importantes del mundo y, aunque ya sabéis (si nos habéis seguido algo) que todo eso nos da un poco de urticaria, lo cierto es que tiene vastas regiones casi sin explorar por el viajero. Desierto y montaña, estaciones de esquí, fortificaciones antiquísimas, playas de primer nivel, valles y ríos mitológicos, templos milenarios: pide por esa boquita.

Pues allá que nos vamos en unos días y queríamos que supieseis, oficialmente, que ¡nos vamos a … ¿la… India? ¿India? ¿Quién ha dicho nada de la India?!

¡NOS VAMOS A ESPAÑA!

 Aterrizamos en Madrid el 11 de diciembre por la noche, pasaremos allí unos días y, sobre el 14, estaremos en Coruña. Sin embargo, esto no acaba aquí, aún nos quedan muchas historias que contar…

Posteado por: Benjamin | 18 noviembre, 2012

Bagando

vagar.

(Del lat. vagari).

1.  intr. Andar por varias partes sin determinación a sitio o lugar, o sin especial detención en ninguno.

2.  intr. Andar por un sitio sin hallar camino o lo que se busca.

Me vais a permitir esta pequeña patada al María Moliner. Mi intención no es otra que fundir dos conceptos en este nuevo palabro, o, si se prefiere, dotar de especificidad geográfica a la actividad arriba descrita, aprovechando la consonancia fonética. Además, es bien sabido la aversión que despiertan entre los usuarios legos de esta lengua nuestra las innumerables y rígidas normas ortográficas que la moldean y considero que, de vez en cuando, es muy recomendable trascender todos estos formalismos y, por higiene mental, olvidarse de los manuales e inventar un poco.

Vagando por Bagan, es decir, bagando. El autobús nos escupió en mitad de la madrugada después de doscientas horas de trayecto sin poder pegar ojo, y nos pusimos a caminar en busca de la fonda más barata de entre las que proponía nuestra guía. Había una casi completa oscuridad y, además de los perros callejeros que pueblan las calles a esas horas, el único reducto de actividad era un bar en el que los chóferes de los carros de caballos mataban el tiempo y el insomnio viendo un partido de la Champions League, hipnotizados por ese chorro catódico de entretenimiento fríe-neuronas.

Algo habría visto

No teníamos ninguna reserva, como de costumbre, y de la gran cancela frontal del albergue colgaba un robusto candado que no hacía presagiar un exitoso desenlace a nuestra gesta de encontrar un agujero donde dormir a las tres de la madrugada. El que sí encontró acomodo fue el hombre que yacía roncando en la acera, al lado de la entrada. “Pues sí que están hasta la bandera”, pensé. Tras un par de minutos intentando hacernos notar, escuchamos una voz todavía soñolienta que desde el interior de la recepción certificaba la absoluta indisponibilidad de espacio en el que alojarnos con un seco y cortante “Full”. Nuestro gozo en un pozo. Pero todavía no había motivos para el desánimo, ya que era el primer establecimiento en el que preguntábamos. Pues a caminar se ha dicho. Intentando traducir a edificios y calles de la vida real los palitos entrecruzados y puntos con números del mapa del que nos hallábamos en posesión.  Una mierda de mapa, todo hay que decirlo, solamente útil a la infausta hora de verse sentado en la taza del váter sin papel del culo.

Empezaron las rebajas

Dos horas después seguíamos sin encontrar una cama donde reposar nuestras doloridas posaderas del trayecto en autobús. Fuimos de un lado a otro, macutos a cuestas, al principio siguiendo las indicaciones del plano, para acabar desistiendo y guiarnos por nuestra intuición (que resultó igual de infructuosa), rebotando entre pensiones abandonadas y derruidas que habían echado el cartel de cerrado hace lustros, hoteluchos sin licencia para acomodar forasteros y casas particulares en las que se podía leer a la entrada, escrito con tiza, “ecstrangeros vienbenidosh”. En todos los casos el resultado fue el mismo: portazo en las narices. No vacancy.  Nos enteramos posteriormente de que, precisamente en esas fechas todos los años, tenía lugar un festival religioso en una localidad cercana que congregaba a multitud de peregrinos venidos de todo el país, de ahí que todos los hoteles tuvieran colgado el cartel de “Lleno”.

La sonrisa se me iría borrando poco a poco…

El reloj seguía marcando las horas y ya hacía casi tres que habíamos desembarcado en ese polvoriento pueblo, sin haber podido hacer otra cosa que caminar sin rumbo ni éxito alguno. Nos sentamos en la acera antes mencionada – ya libre de inquilinos –, huérfanos ya de ideas y bajos de stamina, cuando empezamos a ver pasar delante de nosotros, a cuentagotas y en estricta fila india (a la que, a partir de ahora, rebautizo como ‘fila budista’) un desfile inacabable de monjes enfundados en sus túnicas, portando cada uno de ellos el aparatoso recipiente redondo en el que la gente va depositando las ofrendas y donaciones. La recuerdo como una escena bastante onírica, en la que sólo se oía el tenue sonido de las plantas de los pies de los clérigos rozando el asfalto y la arena mientras pasaba ante ti una comparsa silenciosa en lo más profundo de la noche. A la retaguardia y algo descolgado del resto, una pareja formada por un monje y un perro, ambos cojos, cerraban la formación.

No pillo cobertura

El silencio de la madrugada se rompió de golpe cuando empezaron a entrar en escena, haciendo rugir sus motores, los enormes buses turísticos que, algo antes del amanecer, transportaban a los guiris desde sus hoteles hasta alguno de los templos para poder disfrutar de la salida del sol, para, acto seguido, volver a depositarlos en sus cómodas habitaciones climatizadas.

Amaneciendo

No sé si fue el orgullo o el cansancio (que llevado al extremo desemboca en momentos de lúcida impulsividad) el que nos hizo tomar la determinación de que, ya puestos, nosotros también saludaríamos al sol desde alguna terraza o algún promontorio sagrado de alguno de los cientos de templos que hay desperdigados por la zona. Eso sí, nos separaban todavía unos cuantos kilómetros de la zona cero, así que, después de zapatear nuestros fardos en la recepción de un hotel (al que acordamos con el sonriente recepcionista que volveríamos más tarde a recogerlos), alquilamos unas bicicletas – poco a poco el pueblo se iba desperezando – y tiramos millas sin ningún destino concreto, pero con brío renovado, un tanto ingenuo, característico de quien está tan cansado que su cerebro ya se ha pasado de rosca. Era una carrera contrarreloj y, como era de esperar, nos perdimos el amanecer, ¡qué se le va a hacer! Eso sí, de camino nos cruzamos con todos los autobuses turísticos en su ruta de vuelta al pueblo. Benjamín 0 – Realidad 1.

¡No te comas la ropa!

Pero la incursión en bicicleta no había sido en vano. A medio camino de los templos encontramos una pensión en la que quedaba una habitación libre y, aunque los macutos estaban a varios kilómetros de distancia, decidimos que los viajes extras merecían la pena y nos la quedamos. Ya se sabe: más vale pájaro en mano que buena sombra le cobija. En otra irracional vuelta de tuerca, resolvimos liarnos la manta a la cabeza y, haciendo de tripas corazón, echamos el resto y quemamos las naves, dijimos pies para que os queremos y andando que es gerundio. Vamos, que empalmamos noche y día y, ya que estábamos, nos fuimos a visitar la zona sin dormir ni nada, que eso es para cobardes.

Por cierto, que para entrar en la zona hay que apoquinar diez dolaritos, pero en nuestro caso, mediante la técnica de hacerse el sueco y tentando a la suerte, esa cantidad se redujo a cero. Lo que me da pie a un nuevo ejercicio de malabarismo ortográfico: hasta antes de que la junta oficializase el nombre de Bagan, la zona era conocida por Pagan, por lo que una versión mejorada del título del post podría rezar: Bagando, pero no Pagando. Joder, hay que ver lo que hace el aburrimiento y el querer hacerse el gracioso.

No me apetece pormenorizaros lo que fue andar por ahí, bagando, de templo en templo. Sin queréis culturizaros, ya sabéis, id a la biblioteca o poned La 2. Sí os diré que fue una tortura para los riñones y el hueso palomo pedalear dos días por campos de vacas y pistas de arena soportando un calor bajo el que se podían freír tiras de beicon en la colleja. Yo acabé pinchando las dos ruedas. Nunca fui un amante del ciclismo.

Agri-cultura

Pedaleando

Unos cuantos templos

Al siguiente día, ya descansados, sí que vimos salir el sol desde un templo. Nosotros y otros ciento setenta y dos seres humanos con sus respectivos trípodes y demás aparataje nos dimos un baño con los primeros rayos de la mañana, igual de cancerígenos que los vespertinos, por cierto. Otra anécdota referente a las aglomeraciones turísticas: ese mismo día, cometimos el error de asistir a la puesta de sol desde el templo que recomendaba la guía; lo cómico de la escena en la que la treintena de autobuses intentaban aparcar a la misma entrada del santuario, pronto se tornó en dramático, cuando toda esa marabunta (de la que formábamos parte) decidió evacuar el recinto a la vez, justo después de haber despedido al astro Rey, por la única – y estrecha, y oscura, y empinada, y claustrofóbica – vía de salida; sólo faltaba el cadáver para que se cumpliese el colmo de un neurótico, como estipulaba Woody Allen.

Se ponen a la venta las entradas del único concierto de la gira regreso de Los Cantores de Hispalis

Y ya que estamos con momentos tragicómicos: mención de honor a nuestra vuelta a la pensión tras el crepúsculo. Al más puro estilo Marcus Brody le dije a Marichi: “Sígueme, conozco el camino”. Lo siguiente que recuerdo es estar pedaleando en sentido contrario por una carretera comarcal, noche cerrada, alumbrado público inexistente, con una linterna en la frente a punto de quedarse sin pilas, esquivando los camiones que pasaban cardándote las pestañas, jadeando y bajando el santoral. Así durante lo que me pareció la distancia que separa el cielo del infierno. Satanás. Ahora me río, pero los llevaba de corbata.

Más templos

Y a Mandalay en tren, después de que, tras un atraco legal, el taxista nos dejase en la estación de ferrocarril de Bagan donde, esperando en el andén, hicimos llorar desconsoladamente a una niña sin ni siquiera mover un músculo. Tan feos no somos, digo  yo.

Star Cola

Universidad budista

La ciudad no merece ni una mera nota a pie de página (¿qué sabré yo, si sólo he estado allí unos días?). Lo mejor: las bolsas de patatillas fritas con un toque de chili, los cigarros-turuto birmanos a base de hoja de nosequé, los larguiruchos con falda (adolescentes daneses vistiendo el típico longyi) y la Star Cola. Recuerdo con especial cariño la escena en la que, con un despliegue de mímica sin igual y apretujado en un tuk-tuk, un monje budista le preguntaba a una musulmana si yo era cristiano y como todos acabamos cantándole unas bulerías al niño Jesús.

Tocho de templo (lo siento, no estoy muy inspirado)

Interior de un templo

Desde ahí hicimos un par de salidas a los alrededores. Os suelto la retahíla de nombres de los sitios que supongo os entrarán por una oreja y os saldrán por la otra: Sagaing, Amarapura, Mingun y Monywa. Dos cosas aprendí por allí: la gasolina está por las nubes y el jabón es el mejor amigo de las ratas. En uno de estos lugares – tengo una memoria enciclopédica -, en el que recuerdo como uno de los sitios más apestosos y decadentes en los que hemos tenido el privilegio de dormir, cada noche salía por el desagüe de la ducha (un mero agujero en el suelo) un hambriento roedor que se atizaba unos buenos bocados de nuestra pastilla de jabón. Por mucho que intentásemos bloquear la salida de la cañería poniéndole pesos encima y sembrásemos de trampas el cuarto de baño, la rata Stallone se las apañaba para ponernos en ridículo y, de paso, pegarse un buen banquete a costa de nuestro inventario de higiene corporal.

Poniendo al día la contabilidad

Por ahí visitando unos tempos en cuevas

Qué cosas tiene la vida; con la fama de guarras que tienen las ratas y se pirran por el jabón.  Ya sabéis, nunca deis nada por sentado y poned a buen recaudo vuestro neceser.

Frescos en la cueva

 

Mordisquitos

Posteado por: Marichi | 13 noviembre, 2012

Lago Inle, aguas negras y gatos que saltan.

Viajamos a Kalaw con la idea de realizar desde allí una caminata hasta el lago Inle, verdadera atracción del Estado Shan, una provincia de Myanmar. Nos juntamos con Eva y Bernardo, una pareja residente en Barbastro que conocimos en nuestro hotel, para minimizar los costes de la expedición, pero que se convirtieron en verdaderos compañeros de viaje durante los tres días de peregrinación and beyond. Bien fresquitos por la mañana, nos presentaron a Kun, que sería nuestra guía, y a Tuntún, el cocinero (los dos súper jovencitos y dulces), y comenzamos a caminar.

Mercado en Kalaw

Tuntun, Kun, Eva, los mendas y Bernat

El trayecto, atravesando valles y montes que bien podían ser gallegos, no fue especialmente duro. Nuestro mayor miedo, la lluvia, nos dejó tranquilos la mayor parte del tiempo, a pesar de estar en plena época de monzón; si bien es cierto que el primer día nos cayó un chaparrón en la última parte del camino que nos caló de los pies a la cabeza y tuvimos que secar nuestras botas al calor de la lumbre. Los compañeros no podían ser mejores y Kun y Tuntún nos trataron genial, pero el verdadero encanto de esos tres días fue otra cosa.

Benjamín: ¿moderno o perroflauta?

Teníamos la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, en realidad Myanmar es todo un poco así, pero en el estado Shan, hogar de un número impensable de etnias diferentes, es como si se hubiese parado el tiempo. Aldeas gobernadas por líderes locales que eligen los monjes, calles de tierra, aparejos de labranza arrastrados por búfalos, cocinas de leña, familias que “bajan al pueblo” una vez o dos al mes para vender sus verduras en el mercado… Una noche, sentados alrededor de la hoguera fumando un puro hecho a mano que nos ofreció el señor de la casa donde nos quedamos, se oyó de repente un ruido de televisor que venía de la casa de un vecino y el grupo de chicas que estaban con nosotros salieron corriendo. Kun nos explicó que en la aldea sólo había una tele y que cuando la ponían era todo un acontecimiento y se juntaban para verla.

Se parte de risa la mujer…

Contrastes…

Refrescando al búfalo

Dormíamos y comíamos en casas de familias locales e, incluso una vez, en un monasterio budista. En el suelo nos ponían una especie de esterilla que cubrían con mantas y que por la mañana desmontábamos. La ducha consistía en un pozo en el exterior de la casa con un cubo y un cacito. Obviamente, siendo nosotros para ellos también fuente de curiosidad, esto de la “vuelta a lo básico” tiene ciertos inconvenientes, como cuando un grupo de niñas vinieron a observar cómo nos duchábamos, ¿cómo explicarle a alguien que no habla tu idioma y en tal situación que, puestos a elegir, preferirías que nadie te mirase el culo con ese descaro, gracias?

Nuestras camas

En el monasterio

Escena hogareña

La llegada al lago estuvo a la altura del resto de la caminata. Cogimos una barquita a motor para cruzar al otro lado, a un pueblo que se llama Nyaung Shwe, donde nos quedaríamos unos cuantos días más. Con Eva y Bernardo hicimos un pequeño tour del lago y visitamos, entre otras cosas: Inthein, desde donde había unas vistas preciosas, y el Monasterio de los Gatos Saltarines que, por supuesto, no se llama así, pero que es conocido porque los monjes de allí (se conoce que se aburrían) enseñaron a sus gatos a saltar por dentro de aros y otros obstáculos, aunque ya no continúan con sus espectáculos, para nuestro desconsuelo. A pesar de los inútiles intentos de los de Barbastro por deshacerse de nosotros, insistimos en alquilar unas bicicletas, en comer, cenar, desayunar, ir a Internet, a dar un paseo, todo con ellos. Recordamos con especial cariño una cena en la que el señor cocinero tuvo a bien hacernos esperar dos horas y media para servirnos, teniendo en cuenta que éramos sus únicos clientes, la cosa tiene más inri. Cuando por fin llegaron los platos el hombre nos espetó: “Habéis tenido que esperar un poco, pero esto es todo fresco, ¿eh?” (Eva, Bernat, esto va por vosotros). Pero con sentido del humor, se sobrelleva todo.

Inthein

Gatos saltarines, haciendo lo que mejor saben hacer

Templo, Inthein

El lago Inle es como un lugar de cuento, de aguas casi negras, con aldeas enteras e incluso monasterios y mercados encaramados sobre columnas de madera sobre el lago. Para los habitantes de las aldeas del lago el remo es como una extensión de su propio cuerpo y es que en muchas ocasiones no les queda otra que coger la canoa para todo, dado que sus casas están literalmente rodeadas de agua. Las canoas que utilizan navegan casi a ras de la superficie (yo no sé cómo se las apañan para no estar hundiéndose todo el rato) y han desarrollado una manera especial de remar usando la pierna. Muchas familias viven de la pesca, los pescadores utilizan una especie de conos de red que sumergen y luego dan golpes en el agua para asustar a los peces y que se metan en la red. Gran parte del lago está cubierto de vegetación y metiéndose por aquí y por allá desembocas en diferentes sitios, nosotros alucinábamos con el sentido de la orientación de los barqueros, que se metían por el medio de los juncos (donde tú no veías camino, ellos sí) y conseguían llegar a destino sin ningún problema.

Por los canales

Pescando

Remar y pescar a la vez

Nos despedimos de Nyaung Shwe con rabia porque es uno de esos sitios en los que te gustaría quedarte mucho más tiempo, pero dirección a Bagan, que ya veréis Bagan…

Tienda

Jugando en la barca

Vista de un poblado

Posteado por: Marichi | 7 noviembre, 2012

Surfeando las vías en Myanmar

Y del país más turístico del sudeste, al más misterioso y desconocido: Myanmar, la antigua Birmania. Un país con mucho que ofrecer, a pesar del boicot turístico internacional que se le hace: boicot hipócrita, en mi opinión. Sí, Myanmar tiene un gobierno corrupto, es un país en el que no se sabe lo que pasa –o lo que no pasa-, donde se cuentan las violaciones de derechos humanos a millares, manejado durante décadas por un grupo de militares –a la luz o en la sombra- sedientos de poder y de dinero, y así se podría seguir hasta la infinidad. Los que me conocéis bien, sabéis que yo soy la primera en apuntarme al carro del boicot (a grandes empresas, a organismos de dudosa moralidad y a cualquier hijo de puta en general), pero, ¿a quién estás boicoteando realmente cuando dejas de visitar un país?, ¿por qué Myanmar en particular y no otros tantos países del mundo con gobiernos lamentables?, ¿no será preferible mirar bien a dónde va tu dinero para que no caiga en manos equivocadas y ayudar a la gente de a pie?, ¿nos habría gustado que, durante el franquismo, se hiciese un boicot a España y nos sumiesen en el olvido? En general, al viajar, Benjamín y yo buscamos entender la dinámica del país en el que estamos, saber cómo son sus gentes y por qué son así, objetivo frustrado en la mayoría de las ocasiones, vamos, que nos sale el tiro por la culata. El caso es que yo creo que es mejor acercarse a aquellos lugares en los que hay conflicto y enterarse; hasta donde la barrera lingüística, cultural y temporal te lo permite; de qué narices está pasando. No sé si me explico. En cualquier caso, cada vez que he intentado encontrar la razón del boicot a Myanmar: buscando en Internet, preguntándole a la gente, etc., la respuesta era siempre: “Para no darle dinero al gobierno”. Caramba, voy a tener que repasar mi lista de “Países que quiero visitar” para que se ajuste a ese criterio, no sé si quedarán un par de decenas en pie.

En una tetería, nosotros reflejados en el espejo

Pero pasemos a cosas más mundanas. Aterrizamos en Yangón una calurosa mañana de septiembre. Fuimos en avión porque es la única forma legal de entrar en el país, aparte de eso, las zonas del país abiertas al turismo están delimitadas y tienes que llevar desde fuera todo el dinero que tengas pensado gastarte en Myanmar en billetes de dólar nuevecitos y planchados (el chico de la cola que nos vio cambiar toda esa pasta en Bangkok pensó que estábamos forrados, como si llevásemos ese dinero en el bolsillo siempre, y se nos pegó cual lapa: que si me cambiáis este dinero, que si me pagáis el taxi…). El caso es que no pensábamos pasar en Yangón más que un par de días para ver un par de cositas y seguir ruta, que teníamos el tiempo limitado, y no íbamos muy desencaminados cuando pensamos que Yangón no sería una ciudad muy bonita…

Tribunal Supremo, Yangón

En un puesto de la calle

Andamiaje «typical Asian»

El cambio con otros países del sudeste fue radical. De repente me pareció estar en India, o la imagen mental que yo tenía de India entonces (escribiendo esto desde India puedo decir que esa imagen se parece levemente a la realidad). El tráfico, las calles, los templos, los edificios, la vida callejera, la comida, hasta ellos son físicamente distintos. Para mí, que llevaba semanas necesitando un cambio, fue como brisa fresca. Tenía sensación de estar en lo desconocido otra vez y es que, me ratifico, hemos pasado mucho tiempo en Bangkok.

Nuestra habitación es la de encima del cartel

Acogedora imagen urbana

Desde nuestra pensión

Lo cierto es que los edificios coloniales que permanecen desde la época británica y el par de mercados que hay en la ciudad no entran en la categoría de “Sitios que visitar antes de morir”; pero aunque sólo los aficionados a la arquitectura antigua y los viciados del “Civilización” hayan oído hablar del Shwedagon Paya -el templo más importante del país, que todo devoto budista birmano ha de visitar una vez en la vida-, en un viaje a Myanmar la visita es obligada. Nosotros fuimos durante el atardecer, por aquello de evitar las horas más calurosas del día, y no pudimos haber tomado una decisión mejor, porque las luces por la noche son alucinantes. Se nos pegoteó un aprendiz de guía que hablaba un español horrendo y muy gracioso, pero que nos enseñó el punto exacto desde el que se puede apreciar cómo van cambiando los colores que refleja el diamante que está en la cúpula de la pagoda a medida que vas dando pasitos hacia atrás.

Shwedagon Paya

Devotos y no tan devotos, como nosotros

Luna lunera

Conseguir comprar un billete en tren a Kalaw, nuestro siguiente destino, no fue tarea fácil. Después de llegar al punto de venta de billetes, de que un trabajador de allí me acompañase 10 minutos andando hasta la estación y me explicase el sistema de compra de billetes, de leer los precios para turistas (hasta 10 veces más por el mismo billete) que tenían expuestos en inglés, de pasar por todos los mostradores de dicha estación, de hablar con la mitad del personal, de esperar a no sé qué en una silla con tres patas dentro de la garita del venta al público, etc., conseguí dos datos: que el tren salía a las diez y que tenía que comprar el billete el mismo día; la duración del viaje fue una incógnita hasta nuestra llegada a destino y el hecho de que teníamos que cambiar de tren a mitad de trayecto no nos fue informado hasta cinco minutos antes de llegar a la estación en la que debíamos cambiarnos. Más vale tarde que nunca, ¿no?

El viaje en tren resultó ser el peor y el mejor de todos los que hayamos hecho en estos dos años. Dejando de lado nuestros ideales, compramos un billete de “clase superior”, ya que la idea de pasar un número indefinido de horas en unos bancos de madera no nos resultaba muy atractiva. Al llegar al vagón no dábamos crédito, si aquello era “clase superior”, ¿cómo debía ser la otra? Todo estaba roto o cayéndose a pedazos; paredes, ventanas y asientos cubiertos por una densa capa de mugre; ese olor característico de baño de tren ya hacía un fuerte acto de presencia antes de empezar el viaje, etc.  Pero lo peor llegó una vez iniciado el trayecto, y es que ya habíamos leído que los viajes en tren en Myanmar podían ser algo “moviditos”, pero la magnitud de los saltos que pegaba el tren sólo era comparable con mi certeza de que íbamos a descarrilar. De aquí el nombre de la entrada, y es que lo que los pasajeros hacíamos para evitar dejarnos la rabadilla en el asiento cada vez que el tren entraba en modo “ataque epiléptico” era incorporarnos, agarrarnos a algo y dejar que nuestras rodillas lidiasen con el meneo. Todavía tengo la imagen grabada en la retina del niño que llevaba en brazos la mujer de enfrente, cuya cabeza parecía que se le iba a separar del cuerpo en cualquier momento con tanto salto. Las visitas al baño eran una pura odisea, había que intentar acertar en el agujero con las sacudidas del tren, la linterna en una mano (no había luz eléctrica en todo el tren) e intentando no tocar nada en un cajón de un metro cuadrado; os aseguro que el olor era lo de menos. Por cierto, mi asiento tenía pulgas u otros insectos que me dejaron la espalda y los brazos cual colador.

Vista del tren desde la ventanilla

A las doce horas, nos hicieron cambiar de tren, con la promesa de que este nuevo no se movería tanto, ¿sería cierto? Pues debió serlo, porque me tumbé entre dos asientos y amanecí a las seis de la mañana con el tren viajando a ¿10 km/h? por un valle con unas vistas increíbles. Nos desviábamos para parar en aldeas que no debían tener más que unos cientos de habitantes y luego volver a la ruta principal. Y en estas últimas horas de trayecto, alucinando con el paisaje, las luces, la naturaleza, las gentes; se nos olvidaron las clases de surf forzadas de apenas unas horas antes.

Vendiendo semillas de betel, el «vicio» birmano

Vista desde el tren

Una estación cualquiera

Posteado por: Benjamin | 23 octubre, 2012

Puentes sobre aguas turbulentas

Anchas y profusamente iluminadas autovías se abrían a nuestro paso; curvas suaves y asfalto liso, líneas demarcando carriles, semáforos LED y, ¡toma castaña!, hasta señalización de tráfico. Cuando vi mi primera señal de prohibición de adelantamiento en casi nueve meses, brotó una gotita de mi lacrimal, como quien acabase de vislumbrar en el andén de llegadas la silueta de aquel amigo del alma con el que se reencuentra después de media vida. Y el cambio fue brusco, ya que en menos de lo que tardé en decir cuandoelgrajovuelabajohaceunfríodelcarajo y entramos en el país desde Laos, dejamos atrás las carreteras secundarias picadas con fuego de mortero cual queso gruyere para meternos en la piel de usuarios de las más modernas infraestructuras de transporte terrestre. Todo esto es una exageración, por supuesto. A esas alturas cualquier carreterucha sin abarrote de ganado en el que se limitase el flujo a un vehículo por carril al mismo tiempo me habría parecido el tramo mejor acabado de la AP-6.

Tercera clase tailandesa

El primer traguito de Tailandia lo paladeamos en la ciudad de Chiang Mai, al norte. Y, siendo sinceros, no le dimos muchos sorbos, que digamos. Me explico. Esta ciudad, además de tener un centro histórico amurallado y demás trapalladas, suele ser la base de operaciones para realizar una serie de “excursiones” por la jungla y todavía no se nos había secado el barro de las botas de nuestra reciente caminata de tres días por Laos y nuestras nalgas andaban aún resentidas. Plan A descartado. El otro reclamo de Chiang Mai es pagar un riñón para poder hacerte una foto con uno de los ejemplares de  tigre anestesiado hasta las trancas que malviven en un recinto-templo administrado por unos personajes más interesados en que el cash-flow siga aumentando que en la verdadera causa de conservación, dignidad y mejora de las condiciones de una especie tan amenazada como es el tigre. Y ya sé que hay voces discordantes con esta postura, pero este blog es mío y escribo lo que me da la gana. Plan B a la basura. Como el que no se contenta es porque no quiere, también cabe la posibilidad de que te acerquen a un pueblecito de por ahí y vayas a ver a las famosas mujeres jirafa de la etnia nosecual que, oh cosas del destino, vivían felizmente sin que nadie les molestase en las colinas fronterizas con Myanmar y ahora son expuestas en plan escaparate en una cabaña resort con aire acondicionado y poniendo el cazo. Por cierto, que no es que tengan el cuello alto, sino que son bajas de hombros. Ahí va el plan C por el retretre.

¿Sabéis lo que son los gibones? Pues son una especie de monos muy simpáticos cuya característica más llamativa es la longitud de sus extremidades superiores, haciéndoles poseer un xeito al andar muy gracioso y una habilidad especial para moverse rápidamente de árbol a árbol. Un día, a una de esas personas que se les cuelga la etiqueta de “emprendedores” se le ocurrió montar un negocio para crujir los bolsillos de los turistas (cosa que nos merecemos), consistente en “comprar” unos cachos de jungla y levantar una red de tirolinas, cables, poleas y demás parafernalia por las copas de los árboles para que cualquier simple mortal bípedo pudiera sentir en sus carnes lo que experimenta un monito de éstos en sus desplazamientos para ir a por el pan, recoger a los niños en la guardería y demás hábitos del Hylobatidae Hylobates. Porque lo que se dice ver no se ve ninguno. Vamos, ni los cheiras. Pues esta empresa surgió en Laos y, rápidamente, han surgido una miríada de Gibbon experiences de  palo en otros países que se han querido subir al carro de los pingües beneficios que parece está reportando a las cuentas corrientes de los creadores de la experiencia original. Todo este preámbulo tostón viene a cuento de que el plan D en Chiang Mai consiste en pagar por una de estas experiencias sucedáneas de la original. Nosotros rechazamos imitaciones, así que a cagar con este plan también. Y poco más que hacer por ahí. Quizá ir a ver como un lampiño adolescente tirillas de algún país de la Commonwealth recibe una tunda a manos de un local en un combate de Muay Thai apañado, pero oí que tampoco valía mucho la pena. Estoy en condición de afirmar que lo más interesante que hicimos en esta ciudad fue llevar la mochila al sastre para que le cosiera una de las tiras. Las puntadas de la Singer me pusieron la adrenalina al máximo. Ni fotos creo que sacamos. También comenzamos a familiarizarnos con las técnicas sadomaso de los masajes tailandeses y a asimilar que por estos lares andan por el año dos mil quinientos y pico de nuestro Señor Bob Esponja.

Sobando en la estación, lleno de rodalazos

Adiós Chiang Mai, ese lugar 97% libre de putas, hola Ayutthaya, antigua capital del reino, antaño epicentro comercial y espiritual de Siam, hoy reducida a unas cuantas ruinas con guiris montados en elefantes encadenados y hordas de butaneros – ejem, quiero decir – monjes budistas contentos como castañuelas en su día de graduación en el monasterio. Es un sitio bonito y tuvimos la oportunidad de sacar algunas de las fotos más inspiradas del viaje – el grueso de nuestros carretes se podría equiparar en calidad artística al Ecce Homo de Borja – gracias a lo bien que combinan la piedra, el naranja y esa manía de los monjes de ir siempre en fila india. El emblema de la ciudad es fruto de la curiosa combinación de escultura, vegetación parásita y tiempo, que dio como resultado la imagen pétrea del Buda incrustado en el árbol. ¿Mera coincidencia o alegoría divina sobre la conexión de nuestro espíritu con la Naturaleza? Más bien lo primero, ¿no? Por lo demás, mucho Buda reclinado, sedente, de pie, haciendo el pino, la grulla, el ángel, la bomba, y en ambos decúbitos.

El Buda en el árbol

Piquetes de la compañía de gas

Puentes sobre aguas turbulentas. Lo confieso, Bangkok es mi debilidad y no sabría por dónde empezar a hablar de ella. Puede que por su accidente geográfico más importante, el turbulento río Chao Phraya, un constante caldo burbujeante marrón con olas perennes, detritus varios y fauna mutante. Parte la ciudad en dos y una infinidad de puentes lo atraviesan, cientos de embarcaciones navegan sus aguas y, por su caudal, funciona como puerto de la ciudad, aún a multitud de kilómetros de la costa. Infinidad de veces nos hemos montado en sus ferries para ir a de aquí a allá, uno de los métodos de transporte más populares.

El río

Puede que por sus monumentos, como el Palacio Real o el Templo del Amanecer (Wat Arun), igual de impresionantes a pequeña escala que desde una perspectiva más amplia. Es por eso que prefiero que veáis la belleza de los detalles de estos sitios y dejéis para alguna búsqueda en Internet el visionado de las típicas fotos de templos mole.

Templo del amanecer

Detalle palacio real

Otro detalle del palacio real

Un detalle más del palacio real

Y ya van unos cuantos detalles del palacio real

Buda echado en el sofá viendo ‘Sálvame’

Puede que por el barrio de Ratchadamnoen, donde está, probablemente, el nicho de mochileros más popular del sudeste asiático (con todas sus cosas buenas y malas), la calle Khao San, donde se juntan indios que te leen la palma de la mano con falsificadores de diplomas de Harvard o de cualquier tipo de acreditación – ¿necesitas una nueva identidad? -, pasando por viejecitas locales con todo tipo de merchandising patrio y terminando en los cientos de puestos de comida o en los salones de masaje improvisados al aire libre. Khao San, foto de portada del blog en este momento, “la calle más desquiciante del mundo”, como nos la describió un borracho a modo de bienvenida, y alrededores tiene todo lo que un mochilero puede necesitar –especialmente si entras dentro del colectivo hooligan hijo de la Gran Bretaña, excepto tranquilidad. Y aquí pasamos mucho tiempo, en varias pensiones barojianas con cagadas de perro por los pasillos, cada una peor que la anterior, pero compensado por ese sentimiento de vaga e ilusoria semipertenencia a ese sitio que iba aflorando especialmente en mí. Khao San abre veinticuatro horas al día, es un limbo en el que el tiempo no pasa, aislándote por completo de todo lo que sucede en la Tailandia real si no te andas con cuidado. De borrachera en borrachera y tiro porque me toca, el guiri puede ir pasando hojas del calendario con tal agilidad y despreocupación que, cuando se da cuenta, se le ha caducado el visado. No  es lugar para todo el mundo, quedas avisado, pero la fauna de Ratchadamnoen es digna de dotar al lugar de la calificación de Parque Nacional, y más si ando yo por esos lares.

Calle Khao San

No cerramos nunca

Desde la montaña dorada

Puede que por el ambiente moderno de la zona de Siam Square, con sus centros comerciales monográficos de tropecientos pisos y sus pasarelas elevadas de hormigón por la que transitan a varios metros del suelo personas y trenes. El dinero se puede oler en esta zona y hasta mequetrefes recién salidos del parvulario se pavonean enfundados en sus trapitos pret-a-porter más vanguardistas, mientras mantienen conversaciones de risa forzada y estridente por su móvil última generación. Todo el mundo tiene prisa y sostiene candentes vasos de plástico con su café exprés.

Erawan Shrine, donde van a rezar los pijos

Siam Square

Panthip Plaza: sólo electrónica

Lumphini Park

Puede que por el doctor Supradech Runglertkriangkrai, que por cada pieza dental perdida por mi parte guardaba luto durante cinco días y se negaba a comer hasta que no me pudiese dar una buena noticia con respecto a mi salud bucodental.

Puede que por el magnetismo, en definitiva, que tiene esta ciudad.

Por lo que está claro que no empezaré hablando es por la puta sinvergüencería de los taxistas locales. ¡Lacra, coño!

En el bus

Callejuelas de Chinatown

A vista de pájaro

El ferrocarril de la muerte.  Tailandia no fue ajena a la Segunda Guerra Mundial, ni mucho menos. Aliada de los japoneses, éstos entraron como Pedro por su casa y, en gran parte de su territorio llevaron a cabo una de las obras de ingeniería más determinantes construidas en período bélico, además, en un tiempo récord: la línea de ferrocarril Tailandia – Birmania, o el ferrocarril de la muerte. El caso es que el control del sudeste asiático era vital para el transporte de provisiones y hombres desde la India y el norte de China en dirección a los frentes del Pacífico. Los Aliados también le dieron lo suyo al pico y la pala y pudieron construir una ruta terreste (la Burma road, si mi memoria no me falla) y mediante convoyes de cientos de camiones realizar el abastecimiento. Pero los japoneses decidieron jugar la baza del ferrocarril, un medio mucho más rápido y eficiente, pero mucho más costoso en términos de construcción. La guerra estaba enfilando su recta final (los contendientes no lo sabían, evidentemente, pero algo se olían) y no le quedaba mucho tiempo al Imperio del Sol naciente para llevar a cabo sus planes si quería que le fueran de algún provecho. ¿Una obra faraónica a completar en dos telediarios? Pues quién mejor que los prisioneros de guerra para hacer el trabajo sucio. La tasa de mortandad entre la fuerza trabajadora fue muy elevada; las enfermedades tropicales, las infecciones, los accidentes y la brutalidad del trato japonés se llevaron por delante a más de la mitad de los hombres. De ahí el que este tramo se recuerde con el nombre del ferrocarril de la muerte. Y vaya si acabaron la obra, pues no son diligentes estos nipones. Para el lector que todavía no se haya puesto a ver la página del Marca y siga mínimamente el hilo de mi parrafada, comentaré que quizá toda esta historia le suene más en su versión cinematográfica, edulcorada y patriotera, la película “El puente sobre el río Kwai”. Bueno, ¿y a qué viene todo esto? Pues en que estuvimos en done se cree que pasaba el trazado original de esa vía, en el que hoy existe un puente más moderno que el de antaño, pero todavía revestido de la misma carga emocional. El puente de la localidad de Kanchanaburi, a orillas del río Kwai.

El moderno puente sobre el río Kwai

En el pueblo hay un museo monográfico sobre la construcción del ferrocarril en el que, como en algunas otras ocasiones en el viaje, me vine abajo. Quizá la visión de las cientos de lápidas alineadas de algunos de los hombres que allí murieron víctimas de la estupidez humana tocó esa cuerda interior de la aflicción y la impotencia hacia la injusticia de la sinrazón. Caminando entre los muertos, me paré delante de la placa de un joven de mi misma edad, le puse una flor y traté de dejar mi mente en blanco. No creo que ese pobre chaval tuviese mucho que ver con Alec Guinness.

En memoria

Posteado por: Benjamin | 18 octubre, 2012

Monarquía, monjes y 7 Eleven

Nuestra experiencia tailandesa se podría contar en dos fascículos, separados temporalmente por la bisectriz que el detour neozelandés representó en nuestro viaje. La primera de las entregas abarcaría de Bangkok para arriba y el posterior epílogo se centra en el área de Bangkok para abajo. Marichi ya os habló un poco de la segunda parte; es mi labor ahora desempolvar algunos recuerdos resesos – situaciones que ya distan más de un año del momento presente – y  lustrar otros no tan lejanos que caerían en cualquiera de los dos compartimentos temporales a los que hago referencia, para liar más el asunto.

Además, el sujeto de cada uno de estos momentos también cambia. Con kilos de más en mi primera visita y con dientes de menos en la segunda. Por no hablar del cambio a efectos capilares. El Rojo siempre me ha sentado bien. Las fotos irán colgadas al tuntún, sin coherencia cronológica y con estas dos personas yendo y viniendo sin ninguna lógica aparente. Sé que algunos de vosotros no encajáis precisamente de buena gana toda esta falta de coherencia – espacial, temporal y mental -, pero a mí, personalmente, no me desagrada nada. Viene a ser una proyección de este momentum improvisador – que ya dura más de dos años – de hacer, más o menos, lo que nos da la gana. Estoy seguro de que sabréis perdonarnos esta deficitaria cohesión, pero la fe será recompensada y las situaciones rarunas e incomprensibles terminan todas por cobrar sentido, al menos para mí. Dicho estos, abrimos el telón:

La poderosa Siam, jamás colonizada por potencias occidentales, aunque siempre en guerra con sus vecinos – especialmente con el imperio jemer -, se ha convertido con el paso de los siglos, los dólares, las Lonely Planet y los DiCaprios en el gran resort del sudeste asiático. El hormigón y el asfalto manaron a borbotones en suficiente cantidad como para alzar ciudades que tocan el cielo, puertos que conquistan el mar e ínsulas de aguas ¿cristalinas? engullidas en una eterna nube de smog flotando a la deriva entre bolsas de plástico mientras los preciosos pececillos se preguntan qué coño hemos venido a hacer aquí. El problema de los paraísos es que, además de encontrarlos, los construimos, y metamorfoseamos todos los recursos que en él se encuentran en uno sólo: el recurso “turismo”, olvidándonos de los demás, con sus métodos de explotación totalmente ajenos a la lógica natural. Cosa raruna que para muchos tiene todo el sentido del mundo.

Típica foto de ‘alargo el brazo y que sea lo que Dios quiera’

En el tren

Sudeste asiático. Menudo sitio éste. Verde, húmedo, vertedero de occidente, anacrónico, esforzándose por mejorar, consciente de sus cadenas atávicas, marrullero, pobre, ¿pobre? Y en medio Tailandia, que en competencia con Malasia, se cuela a codazos en el grupito de macarras del cole que hablan de cosas como el PIB, crecimiento, desarrollo, mercado y demás pamplinas porque es lo que mola ahora y además a las churris, de repente, les apetece estar contigo. Por supuesto, como en toda logia iniciática, has de dejar que te den mucho por culo y hacer las estupideces más denigrantes sólo para estar a bien con el Rufio de turno. Y las churris, claro.

Pobre del que haga las lecturas del contador

Y yo entro al trapo, y soy parte del problema, y me doy cuenta de la contradicción ¿Quién me manda a mí venir aquí para terminar de joder el asunto? Desenmarañar toda la cadena lógica de consecuencias que se desplegaría ante mi realidad, una vez que encuentre una respuesta satisfactoria y coherente con mi manera de ser, será una labor que quizá me lleve el resto de mi vida. Al menos intento minimizar mi huella y no mi conciencia, como muchos otros.

Chinatown, Bangkok

En este país, el cuanto o paquete mínimo del recuso “turimo” es el “turista”, y éste es bombardeado y propulsado en “haces de turista” en todas direcciones gracias a los aceleradores de partículas de la zona en plan artilugio propulsor de Micromachines, es decir, autobuses horteras con mangantes en el compartimento de equipajes o lanchas sobrecargadas con un salvavidas por cada cinco turistas. La masa de la partícula “turista” la determina el dinero que lleve encima y, por supuesto, son éstas las que el resto de partículas no turistas se rifan para poder ver si les cae un buen fajo de interacción subatómica. La dirección en la que los haces son proyectados va en relación al color del quark llamado “pegatina”.  Dependiendo si la pegatina es verde, amarilla, morada o rosa fosforito el “turista” irá rebotando hacia un lado u otro. Al final del día acabas con cinco pegatinas superpuestas en tu camiseta o, en defecto de esta última – norma bastante generalizada entre la jauría de chulosplaya – adheridas a una tetilla (esta fauna tiene, además, la jodida ventaja de no contar apenas con vello corporal, o se lo afeita y punto).

Y dame Rey, y dame monjes y dame tíos en calzoncillos XXL liándose a tollinas. La omnipresencia de fotos del monarca, su mujer y otras cosas del meter, en todas situaciones, épocas y dimensiones esparcidas por toda la geografía del país son sólo comparables con las franquicias de 7 Eleven a tu disposición, que, en número de mayor a cinco mil, germinan en cada esquina. Sólo Japón y Yankee baten este registro. Es curioso que el lema de esta multinacional sea “Gracias al cielo por 7 Eleven” (en inglés rima, – suspiro -), ya que la tercera institución intocable son los monjes, que quizá intercedieron ante el Iluminado para la concesión en masa de licencias de tiendas veinticuatro horas. A mucha gente de occidente le fascina ese retrato idealizado del monje budista, antagónico, por alguna razón, de la anquilosada curia católica. Y es que el Dalai Lama es un tío guay, pero a mí los monjes me parecen algo gorrones, actuando, en ocasiones, con tácticas más cercanas a la extorsión que a la meditación y generando, repito, en ocasiones, más miedo que respeto y adoración, igualito que la Conferencia Episcopal. En cualquier caso, aquí (y en muchas partes del sudeste) son intocables, individuos superiores que no pagan el bus. ¡Y no pueden tocar siquiera a una mujer! Ellos se lo pierden.

Monjitos de cerámica

Por cierto, que siguiendo en la temática de hechos inverosímiles, un día fui a ver al Rey para preguntarle su opinión acerca de que en Tailandia esté considerada una falta punible el pisar una moneda, ya que tienen su efigie grabada, o cómo le pareció el trato que recibió aquel turista por parte de las autoridades que, con algunas copas de más, lanzó hacia atrás el casco de la cerveza que se acababa de terminar con la mala suerte de aterrizar y hacerse trizas – redoble de tambor – ¡sobre un retrato de la Reina colgado en una esquina de una calle cualquiera! Yo mismo he hecho varios experimentos y puedo concluir la tesis de que, en Bangkok, existe mayor probabilidad de que un sólido rígido, lanzado con trayectoria aleatoria, impacte contra alguna fotito de la familia real que lo haga contra cualquier otro objeto más propio del mobiliario urbano. En cualquier caso, y vaya por delante, censuro totalmente el lanzamiento de objetos en la vía pública, más si uno va calzado (y no me refiero a llevar sandalias).

Pues ahí me planto yo, a las tantas de la noche, delante de la puerta del Palacio de Chitralada, le doy al timbre y en esto que me sale el Bhumibol Adulyadej en bata de cama, increpándome estilo Gayoso, “¿ti mañana non traballas, oh? ¡Andas de carallada tocando no teléfono!”, para despacharme con un tajante “¡vai por ahí adiante, hombre!”. A pesar del corte, y antes del portazo pude pulsar el botón de la cámara para inmortalizar el momento de enfado real.

Aquí me detengo por ahora, pero no os vayáis, que todavía hay más de Tailandia. Tenía pensado escribir un post largo, pero creo que lo voy a ir dosificando para darnos un respiro de cosas rarunas,como aquel taxista de Bangkok que, en medio de la carrera, paró el coche, se bajó, fue a echar una meada bien larga, volvió al taxi con parsimonia esquivando el resto de vehículos y reanudó la marcha, todo esto sin que el taxímetro dejase de correr.

La imagen de la saciedad

Por cierto, como en otras ocasiones, no cuento nada de lo que digo que voy a contar, pero bueno, pongo fotitos que sé que os gustan. Si es que…

El calor frió los circuitos de mi Casio

Posteado por: Marichi | 16 octubre, 2012

Ajuste de cuentas

Antes que nada, perdón por el retraso en el blog y la desinformación a nuestros fieles seguidores. Nos llegan vuestras quejas y admitimos que somos un poco vagos –bueno, bastante-, pero es que últimamente hemos tenido una racha con una rutina un tanto diferente en nuestra cotidianeidad viajera que ha hecho que, al menos a mí, me diese más pereza ponerme a escribir. Pero aquí venimos, a deshacer el entuerto.

 Tailandia es la gran olvidada de nuestro blog. Ya en nuestra primera visita al Norte del país, antes incluso de viajar a Nueva Zelanda, no escribimos nada sobre ella –ni sobre algunas partes de Laos o nuestra segunda visita a Camboya. Y ahora, aprovechando un viaje en tren en Myanmar (que no sabemos si va a durar 8 horas o 30, el lapso era así de variable según a quién preguntásemos), y con casi 70 días de aventuras y desventuras en la tierra de los Thais, ya va siendo hora de enmendar semejante injusticia. En Tailandia hemos vivido muchas cosas memorables: visitas de padres y amigos, pasar un par de semanas en casa de unas colegas into the wild, que nos aceptaran el visado para NZ, curso de submarinismo, largos tratamientos dentales (y éste ya es el cuarto país en el que visitamos el dentista, después de Camboya, Nueva Zelanda y Malasia), nuestra primera separación física en dos años, aprender a hacer macramé, mi primer tatuaje, etc. Hemos pasado tanto tiempo en Bangkok que, últimamente, nos preguntábamos: “¿Hemos nacido aquí?” Pero todo llega a su fin, y ahora me dispongo a poner en palabras algunas de las vivencias que he mencionado antes, empezando por el final, por supuesto.

Barco pesquero

Hubimos de adelantar nuestra salida de Indonesia para encontrarnos con Almu, amiga del coro de la universidad (sí, yo era soprano), y Pablo, su chico, en Phuket y pasar unos días con ellos. Plan que hubo de ser modificado de nuevo cuando mis padres nos anunciaron que las únicas fechas en las que podían venir a visitarnos coincidían, de pleno, con las de Almu y Pablo. Así que nos las arreglamos para pasar, al menos, una noche con ellos. Para ratificar la Ley de Murphy, nuestro avión desde Yakarta salió con retraso y las tres horitas que podíamos pasar juntos se convirtieron en dos (Benjamín me llama exagerada, pero a mí me parecieron dos).

Con Almu y Pablo en Rai Leh

Os podéis imaginar que encontrarse con una amiga en el culo del mundo después de dos años sin ver una cara conocida es, cuando menos, emocionante. Y con tantas cosas que teníamos que decirnos y teniendo en cuenta que a ambas nos gusta hablar, una cena y un par de cervezas me supieron a muy poquito. Así que nos las apañamos para encontrarnos un par de días más tarde en Krabi. Ese día nos alegramos infinitamente de que Pablo fuese escalador cuando, en un paseo hasta una laguna que se nos había anunciado como “un poco empinado”, tuvimos que bajar tres paredes verticales descolgándonos por una cuerda. Preguntadle a Benjamín qué le pareció esta experiencia. Afortunadamente, el sudor y los resbalones sufridos en el barro no parecieron tan graves cuando llegamos a la Playa… ¿de la Princesa? (Almu, ayúdame aquí), una de las más bonitas que hayamos visto hasta ahora. Otra cena y otro par de cervezas y estábamos de nuevo despidiéndonos de los chicos. No sé quién narices inventó eso de “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, pero era un pringao. Afortunadamente, nos quedaban unos cuantos días con mis padres, que también volaron, y, de vuelta a Bangkok.

Benjamín pensando: «¿Quién cojones me mandaría…?»

¡Playa!

“¿Qué coño hacéis en Bangkok? Ya estáis tardando en venir para Koh Phangan”. Nuestras explicaciones acerca de la necesidad de que Benjamín no faltase a su cita en el dentista y de tener que tramitar los visados de algunos países a visitar después de Tailandia, no parecieron convencer a Emmy y a Julia, dos madrileñas que, aunque sólo las conocemos desde Nueva Zelanda, se han convertido en unas personitas bastante importantes para nosotros (chicas, si leéis esto, tampoco es para tanto, eh…). Y, si encima Emmy tiene casa en Tailandia, pues mejor que mejor. Así que allí nos fuimos, a su casa sin paredes en la jungla. Miento, los dormitorios sí tienen paredes, no así el resto de las estancias. Da una sensación genial de estar todo el día en casa y, al mismo tiempo, fuera, nueva para nosotros. Lo único malo de este interesante concepto es la fauna (insectos, en su mayoría) autóctona de Koh Phangan: el hecho de encontrarse un escorpión en tu balde de agua o un sapo venenoso intentando colarse en tu cama (benditas mosquiteras y, en realidad, qué majetes los sapos) no ayudaron a que mis primeras noches sin Benjamín en todo el viaje fuesen muy llevaderas.

Cocina y despensa en casa de Emmy

La parte de arriba, protegida de los mosquitos

Julia, Emmy y su amiga Patri conceden una importancia primordial a la buena alimentación y el ejercicio regular, así que aprovechamos para ponernos un poquito a tono con estiramientos matutinos y la supresión de una comida diaria (como estamos muy gordos ambos…). Aparte de esto, matábamos el tiempo hablando, viendo “Juego de Tronos” temporadas  1 y 2, haciendo pulseras, hablando más, yendo a la playa, viendo cuántas cosas y/o personas cabíamos en la moto, hablando aún mas, cocinando, urgiendo planes para llenar nuestros baldes de agua (nos pasamos casi todo el tiempo entre corte y corte) y, claro, hablando. Con ideas muy parecidas en la cabeza en algunas cosas y extremos totalmente opuestos en otras, se nos iban las horas dialogando, discutiendo, charlando, partiéndonos el eje y tirándonos los trastos a la cabeza. No sabéis cuánto las echamos de menos…

La casa vista desde fuera

Emmy y Marichi peluqueras

En Koh Phangan no hay mucho que hacer (aunque seguro que algunos, en su mayoría hippies y yoguis, consideran que es un sacrilegio decir tal cosa), pero su archiconocida Full Moon Party hace que cada mochilero en ruta por el sudeste haga su parada obligatoria en la isla, se pinte de fosforito, pierda la poca vergüenza que le queda y, con un cubo de los de hacer castillos lleno de cualquier mezcla alcohólica que os podáis imaginar, se eche a bailar a la playa en cualquier chiringuito con sus bafles 2×2 metros emitiendo música electrónica a tope. Nosotros siempre hemos renegado de la Full Moon y hemos jurado y perjurado que no iríamos, pero, qué coño, si coincide que tu novio está en Bangkok haciendo una visita al dentista con el fiestón más grande del sudeste asiático y tú estás con tres amigas sin nada mejor que hacer, pues habrá que ir, ¿no? Y aunque lo hicimos bajo el pretexto de: “Bueno, vamos una horita, nos reímos un poco de la gente y volvemos a casa”, no llegamos hasta las 7 de la mañana y, sí, nos lo pasamos bien, aunque la prenda de ropa más clara que llevásemos entre las cuatro fuese marrón y no fuésemos en bikini.

Full Moon Party

Puesta de sol desde el ferry hacia Koh Phangan

Teniendo todo esto en cuenta, pues claro que se me hizo un poco cuesta arriba tener que despedirme de Benjamín y de las chicas y poner rumbo a Koh Tao, donde había estado anteriormente con mis padres (en capítulos posteriores). Pero un poquito de soledad me vino genial y por fin pude llevar a cabo una de las ilusiones que tenía desde que salí de España, hacer el curso de submarinismo.

Mundo submarino

Si pasas cerca de ellos se esconden

Mi monitora era increíblemente profesional y, aunque la escuela no fuese la mejor en trato individual y nos llevasen siempre al mismo sitio a hacer las inmersiones, la sensación –tan parecida a volar- de estar a 18 metros bajo el agua hizo que mereciese totalmente la pena los petrodólares que nos costó el curso. Gracias a toda la gente que conocí en Koh Tao, me lo pasé genial con vosotros.

Escondido bajo los corales

Pez mariposa

Por cierto, el viaje en tren resultó ser de 24 horas.

Posteado por: Benjamin | 3 septiembre, 2012

El 115º sueño de Benjamín

¡Parisienne patatilla!

Entónese con potencia y proyectando bien la voz, dejando salir el golpe de aire desde el fondo de los pulmones, contrayendo paulatinamente el diafragma hasta vaciar la caja torácica. El último estertor es crucial. Es el que reviste de sonoridad y le da el sello personal a la cantinela en cuestión. Es muy recomendable ir introduciendo sutiles variaciones fonéticas totalmente aleatorias a intervalos de cinco ciclos, más o menos, con la finalidad de refrescar el eslogan, captar la atención del posible comprador y, de paso, higienizar tanto mente como faringe, ambas fatigadas por la repetición. El vedulero tiene total libertad a la hora de crear sus cuñas, pudiendo en los casos más extremos apreciarse una disociación absoluta entre su stock y la banda sonora que adorna su relación mercantil. Juege con la apertura de las vocales, sienta como mutan entre ellas, lleve hasta el infinito su intercambiabilidad. Algunos creen que la incapacidad del transeúnte de enlazar lo que oyen con una entrada consecuente del diccionario forma parte de la mística del mercadillo, asegurando los más esotéricos que funciona del mismo modo que un hechizo atrayente para el receptor. ¿Quién no sentiría curiosidad por echar una ojeada al puesto de pérquiques, degustar las deliciosas beiramamas a la reibón o probarse algunos apamantruños de fina seda de la India? Y, por encima de todo, no se olvide de gritar bien alto y gesticular; desgañítese, incluso en el caso de que su auditorio lo conforme un sordociego asegúrese de que el tímpano de la víctima da buena cuenta de los decibelios que es capaz de registrar su prominente berrido.

Y eso ha sido siempre así, ya sea en la Barceloneta, el Rastro de Madrid o en la isla de Java, más concretamente en la clase ekonomi del ferrocarril Yogyakarta – Jakarta.

A pesar de la mala fama que les precede, todo transcurría satisfactoriamente en el tren. No se había vendido todo el papel, por lo que podíamos disfrutar de dos plazas cada uno en bancos acolchados, uno frente al otro, con una minúscula superficie bajo la ventanilla ideal para dejar a remojo la dentadura mientras disfrutabas del grueso del trayecto en manos de Morfeo. Y eso hice, sucumbí al cansancio y mis párpados se fueron cerrando poco a poco. Pero olvidaos de la romántica imagen de dormirse en un tren y dejar que tus sueños y pensamientos tomen el runrún como batuta para que tu interior trascienda y el poso de ilumiación permanezca una vez hayas despertado. No, señor, ellos no lo permitirían. Pasada holgadamente la hora en que los búhos y cocodrilos salen a hacer ofrendas a los espíritus de la noche, mi viaje onírico comenzó a zozobrar y el escenario empezó a poblarse de sombras indefinidas realizando una especie de danza ritual y pude diferenciar que rumiaban conjuros que fueron aumentando de intensidad hasta pasar de un suspiro casi inaudible a una especie de mantra estridente que me haría perder la cordura irremediablemente si seguía escuchando. Oía pasos, había más sombras, la canción era cada vez más audible. Entoces creí despertar y, casi cegado por la luz de gabinete del vagón con la que los operarios de ferrocarril decidieron honrarnos a las cinco de la madrugada, la ví. Una mujer vociferaba a dos palmos de mi cara y me habría metido en la boca el ala de pollo frito con arroz que vendía si no lo llego a evitar a tiempo incorporándome en el asiento gracias a un impulso involuntario de autodefensa. Y me di cuenta de que esa embestida no había sido un acto aislado. De lo que desde ese momento fui espectador se podría describir como una baraúnta gritona y trasnochadora de dientes de oro y verrugas con pelo, la mayoría mujeres, transportando cubos y cestas llenas de comida y refrigerios, listas para saciar la demanda calórica de un atajo de desagradecidos que se empeñan en dormir a las horas en las que la Luna está en su apogeo. Todavía me estremezco cuando me vienen a la cabeza sus ¡popmiiiii! ¡cooopi, cooopi, coopi! ¡nasi, naaasi goreeeeen! ¡aúuuudaudaudaa!

Esa noche dejaron mi yunque, mi estribo y mi martillo para el arrastre, por no hablar de la ansiedad que produce que un extraño se te quede mirando fijamente durante tres minutos con un tetrabrick de zumo de pis en la mano esperando a que se lo compres. Roto el sueño y desengañado por completo de la idea de que los mercachifes bajen el tono no queda otra que disfrutar del vaivén de esta auténtica Santa Compaña, desfilando a lo largo de vagones de gente roncando – los que más -, o, al menos, tratando de no dejar escapar ese hilo de descanso y paz al que estaban aferrados antes de que estos terroristas del sueño hiciesen acto de presencia. Y no creáis que la performance es cosa de unos minutos. Se alarga durante horas. Tiene un punto gracioso eso de pasar una y otra vez al lado de la misma persona durmiendo ofreciéndole cada cinco minutos lo mismo. Ellos saben que los durmientes no consumen demasiado, por ende: ¡gritemos hasta despertarlos para que nos puedan decir que no quieren lo que vendemos!

Virtualmente este desfile dura la totalidad del trayecto y, no lo niego, en ocasiones se agradece y hay maneras en las que los intercambios se establecen con total discreción y, lo más importante, a horas decentes. ¿Tienes sed? Siempre habrá alguien que venda bebidas, al igual que algo para el buche. Pero este carrusel degenera cómicamente, como si los vendedores compitiesen entre sí para obtener el título de aquél que ofrece la mercancía más absurda para un viaje en tren. Afilalápices, calculadoras, libretas – canjeables por corticoles -, bermudas, maquinitas de marcianos, catálogos de armas de corto alcance, cilicios, etcétera. Nombra lo que se te ocurra, legal o no, en un tren en Indonesia lo encuentras. Las prácticas de privatización de servicios más neocon toman forma en los pasillos de los trenes, donde cualquier menda con una escoba de tres pelos y un flisflís de Ajax pino que se suba en una parada en medio de la nada se autoproclama encargado de mantenimiento (pasando la gorra, evidentemente). Por no hablar de los que amenizan el viaje con canciones al son de guitarras con la mitad de las cuerdas. El tren en Indonesia es una experiencia única.

Bien, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Java. Teniendo un buen puñado de amigos informáticos y otros tantos fervientes seguidores de La guerra de las galaxias, me cargué sobre mis hombros la ardua tarea – imposible, a la postre – de deleitar a ambos colectivos con algún chascarrillo concerniente al topónimo (del palo de «qué buenos programadores hay por aquí» o «pues los lugareños son todos horribles moles grasientas con mal aliento», qué patético). Pues bien, se van a tener que fastidiar, aunque se agradecería cualquier aporte al respecto.

Dos ciudades polarizan la isla: Yogyakarta y Jakarta. Parece un trabalenguas, pero no lo es. Dado que tuvimos que mutilar buena parte de nuestro itinerario indonesio por causas de fuerza mayor, sólo nos quedó tiempo para visitar estos dos sitios, aunque nuestra presencia en la capital fue casi testimonial y se limitó a tramitar el envío de una cargamento a España vía marítima de acordeones con tara en la tecla del Do sostenido.

En Yogyakarta caí abatido por unas fiebres. Fiebres de ojete. Si el cagar fuese deporte olímpico habría angrosado nuestro medallero en gran medida. Oro en todas las categorías posibles y España aupada a lo más alto. Marichi hizo un par de excursiones mientras yo me quedaba en la habitación maldiciendo por tener que tragarme al día dos litros de suero que tenían un regusto a semen de rata.

En algunos de mis delirios de calentura, soñando, recuerdo que le preguntaba el nombre a alguien que acababa de comprar un billete de tren. «Obama», me respondía. «Buena suerte», le decía yo. Y se alejaba gritando a todo pulmón, alargando las vocales :

¡Parisienne patatilla! ¡Baaaaaaaarquillo!

The one and only. Indonesian style.

Mercados.

En el Kraton, Yogyakarta.

Callejuelas del Kraton. Yogyakarta.

Maestros de marionetas. Grandes y pequeños.

Restaurante dos tenedores de la guía Michelín. Yogyakarta.

Escenas cotidianas del Kraton, en Yogyakarta.

Me escapo por los tejados.

Borobudur.

Detalle en Borobudur. Dentro de las campanas hay Budas. No, no pronuncio mal la ‘p’.

Prambanan, a las afueras de Yogyakarta.

Shiva, supongo. Sin referencias de la humana entrometida.

Puestos en Jakarta, la antigua Batavia.

Jakarta

Variaciones en un sueño. ¿Qué camino escoger?

 

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